El instructor de la escuela a distancia dice adiós a sus estudiantes de
poesía
Galway Kinnell
Versión de Cristina Burneo
Adiós, dama en Bangor, que
me enviaste
fotos tuyas tras darme
pistas irrefutables
de tu belleza. Adiós,
urólogo de Miami Beach, que
incluiste sobres
marrones sin usar para la
devolución de tu propio
“Soneto clásico”. Adiós,
confeccionista
de brasieres en la Costa, cuyas
églogas
han dado un tratamiento
único en la literatura
al motivo de los senos
caídos. Adiós a ti, en San Quintín,
que escribiste “Siendo
alemán, mi héroe es Hitler”,
en lugar de “Sinceramente
suyo” al final de largas y
nítidas cartas ensalzando a
los prerrafaelitas.
Lo juro, solo fue mi manera
de darme ánimos mientras
lamía
los sobres sellados y con
destinatario incluido.
Era mi juego de intentar
adivinar
quién de ustedes, en esta
ocasión,
Había envenenado el
pegamento. Sí, me importó.
Sí, leí cada poema completo.
Sí, dije todo lo que pensaba
en las palabras más dóciles
que sabía. Y ahora,
en este poema, o prosa
cortada, no mucho mejor,
me doy cuenta, que esas
aquejadas líneas
que les envié una y otra
vez,
debo decir que me alivia que
haya terminado:
Al final, solo podía sentir
lástima
por esa urgencia por más
vida
que sus poemas seguían
ahogando en palabras, cuyo olor,
días más tarde, hormigueaba bajo
sus narices
como impulsos nuevos, enviados
de Dios,
para escribir.
Adiós a ustedes,
que son para mí, una vez
más, las estampillas
de lugares imaginarios –Xenia,
Burnt Cabins, Hornell—.
Su soledad entregada en
poemas, solo guardada su desolación.